Chopin.

22 diciembre 2016

La más cruel matanza de trabajadores en la historia de Chile, a manos del ejército.

Hoy 21 de diciembre, se cumplen 109 años de la masacre de la Escuela de Santa María de Iquique, uno de los capítulos más horrendos en la historia del país. Corría el año 1907, y la industria salitrera rugía con superlativo vigor en el rincón más árido del mundo, la provincia de Tarapacá, en el norte chileno, territorio arrebatado recientemente al Perú y a Bolivia durante la llamada Guerra del Pacífico (1879-1883). Esta industria se encontraba en manos, principalmente, de capitalistas ingleses y pese a producir enormes riquezas, poco de ésta iba a dar a las manos de los obreros que la producían con su sudor bajo un ardiente sol en este “infierno blanco”.
Bastante se ha escrito y dicho sobre las desgarradoras contradicciones de clases de la república oligárquica de comienzos del siglo XX. Ciertamente que el descontento no era una cuestión solamente de los obreros pampinos. Los principales centros urbanos chilenos también venían sufriendo de fuertes convulsiones sociales y de una potente oleada huelguística, apenas despuntado el siglo XX. Pero cualquier movimiento huelguístico en Tarapacá que afectara los intereses salitreros tendría repercusiones mucho más graves para la clase dominante, en la medida en que había importantes capitales británicos comprometidos, los cuales estaban íntimamente ligados a lo más rancio de la oligarquía criolla y tenían gran influencia sobre las esferas del poder, y en la medida que el salitre constituía el pilar que sustentaba al fisco, siendo el sector más dinámico de la economía.
Diversos movimientos obreros y huelguísticos, espontáneos y sin mayor coordinación, se produjeron desde comienzos de diciembre de 1907 en la ciudad de Iquique, principalmente, por reivindicaciones salariales. La expresión máxima de esta convergencia obrera fue el Comité de huelga, formado el 16 de diciembre, el cual incluía un secretariado, diferentes comisiones y un sistema de delegados de las distintas oficinas y gremios en conflicto, lo que lo hacía efectivamente participativo, democrático y representativo de las amplias bases movilizadas.
Este comité estuvo integrado por destacados militantes anarquistas, como José Briggs, mecánico de origen norteamericano, quien fuera presidente del comité; Luis Olea, uno de los dos vice-presidentes del Comité, destacado militante de la primera camada de anarquistas de fines del siglo XIX, con vasta trayectoria en organizaciones obreras y publicaciones ácratas, que emigró en 1904 a la oficina de Agua Santa con fines proselitistas; Ricardo Benavides, dirigente de los panaderos; Manuel Esteban Aguirre, ex-dirigente de la mancomunal de Antofagasta y Carlos Segundo Ríos Gálvez, profesor primario, eran los representantes del Centro de Estudios Sociales Redención, de abierta inspiración anarquista; y por último, Ladislao Córdova, obrero de la oficina San Pablo, quien era prosecretario del comité.
La autoridad propuso, en la misma ocasión, al presidente de la mancomunal del puerto, Abdón Díaz, como mediador entre las partes en conflicto, lo cual fue rechazado de plano por los obreros, quizás, por estar éste bastante alineado con las autoridades y con la Alianza Liberal que había llevado al poder a Pedro Montt. Un día más tarde los obreros elegían al Comité de Huelga ya mencionado para que les representara. Este Comité de Huelga fue el encargado de presentar ante las autoridades y los representantes de la parte patronal, el mismo día de su conformación, el pliego petitorio de los trabajadores.
Ninguna de los puntos pedidos podría siquiera ser considerado radical, ni mucho menos, revolucionario: aumentos salariales, supresión del sistema de fichas, medidas para frenar la rapacidad patronal en las pulperías mediante el establecimiento de libre comercio en las oficinas, así como control de medidas y pesos, medidas de seguridad laboral (cubrimiento de bateas), instrucción para los obreros y medidas de protección laboral para los obreros huelguistas.
El movimiento, pese a lo que puedan afirmar los cables histéricos de las autoridades y los relatos posteriores que intentaron justificar la masacre, mantuvo en todo momento una actitud disciplinada y enfatizó cuanto pudo su carácter estrictamente pacífico y aún respetuoso de las autoridades. Se encargaron, mediante las comisiones, que se mantuviera el orden en la ciudad y que los obreros no dieran pie a actitudes que las fuerzas represivas pudieran interpretar como provocaciones. Pero la decisión de reprimir ya estaba tomada, como se puede comprobar en los cables telegráficos del ministro Rafael Sotomayor al intendente interino Julio Guzmán García:
“Santiago 14 de diciembre. Si huelga originase desórdenes, proceda sin pérdida de tiempo contra los promotores o instigadores de la huelga; en todo caso debe prestar amparo, personas y propiedades deben primar sobre toda consideración; la experiencia manifiesta que conviene reprimir con firmeza al principio, no esperar que desórdenes tomen cuerpo. La fuerza pública debe hacerse respetar cualquiera que sea el sacrificio que imponga. Recomiéndole pues prudencia y energía para realizar las medidas que se acuerden. Sotomayor”
El día de la tragedia
Luego de la negativa de los ingleses y los salitreros a negociar, desde la noche anterior, circulaba el rumor de que las tropas harían uso de la fuerza bruta y que se buscaría apresar a los dirigentes, por lo cual una asamblea del comité el sábado decidió buscar asilo con el cónsul de los EEUU –país de creciente “prestigio” en la región, pero sin intereses sustantivos en la industria salitrera. Además, el hecho de que Briggs, el presidente de la huelga fuese de origen norteamericano, tiene que haber pesado a la hora de decidir el asilo en este consulado.
Luis Olea y José Santos Morales fueron comisionados por el comité para entrevistarse con el cónsul norteamericano, pidiendo asilo para no ser “matados como perros”. El cónsul negó la protección a los huelguistas aduciendo que él no era más que un representante comercial de su gobierno. Al serles rechazada la solicitud de asilo por el cónsul norteamericano, enviaron cartas de protesta por los abusos de la autoridad a otros consulados.
Los obreros buscaron por todos los medios una solución al conflicto y maniobraron como pudieron para evitar el hecho de sangre: desde mantener la calma aún pese a las provocaciones, negociar un aumento temporal en vez del petitorio completo y, por último, buscar el asilo como manera de “disolver” el conflicto sin que éste fuera derrotado. Esta actitud contrasta notablemente con lo que ciertos historiadores, de manera bastante injusta, han asumido como la supuesta incapacidad de los obreros de “tomar iniciativa ante el devenir de los acontecimientos” o con su supuesto “orgullo empecinado”
A las 1,30 de la tarde se alistaban las tropas para el ataque: las tropas de los regimientos O’Higgins, Carampangue (las mismas que ya habían derramado la sangre en Buenaventura), Rancagua, más artilleros, marinos, granaderos y lanceros. Una hora más tarde algunas comisiones militares dieron la orden a los obreros de abandonar la escuela y dirigirse al Club Hípico. Los obreros rechazaron esa orden. Solamente 200 obreros, de una masa calculada de unos 7.000, abandonaron la escuela entre los abucheos de sus compañeros. Los obreros no se moverían de la escuela.
Pasadas las 3,30 de la tarde, luego del ultimátum y la respuesta negativa de los obreros, Silva Renard da orden de fuego al regimiento O’Higgins, tras lo cual se desata una brutal orgía de muerte, una salvaje matanza perpetrada por bestias sobre excitadas con el hedor a sangre obrera, que solamente se detiene cuando un sacerdote, con un bebé acribillado por los perros uniformados en sus brazos, ofrece su pecho al general. El mismo general, resume su cobarde acción de la siguiente manera:
“Había que derramar la sangre de algunos amotinados o dejar la ciudad entregada a la magnanimidad de los facciosos que colocan sus intereses, sus jornales, sobre los grandes intereses de la patria. Ante el dilema, las fuerzas de la Nación no vacilaron”.
Obreros desarmados, con sus manos vacías, algunos de los cuales agitaban banderas blancas, fueron masacrados con siniestro sadismo por “nuestro” “glorioso” ejército. ¿Cuantos obreros murieron? Es difícil de precisar. Silva Renard en su testimonio habla de 140 muertos. Pero esta cifra es, a todas luces, imposible de creer. Se dice que 3.600. Pero es imposible de saber a ciencia cierta cuantos cayeron entre los obreros, sus familias y las señoras que vendían comida y empanadas fuera de la escuela, quienes también sufrieron de la represión. Después de todo, a los que se mató fue a los “nadie”, esos que nos dice Galeano que valen menos que las balas que los matan. Pero, ciertamente, fueron alrededor de 2.000. No menos de esta cifra. Asesinados vilmente por un ejército criminal y cobarde.
Así se sellaba este capítulo que marcó toda una época del movimiento obrero chileno; el movimiento obrero entraría en un reflujo de aproximadamente un lustro. Pero, al contrario de lo que los represores pretendían, no se pudo detener eternamente la marea obrera que lucha por el cambio ayer como hoy. No pudieron entonces, no pudieron en 1927, no pudieron en 1973, no podrán ahora. Como decía el obrero Sixto Rojas: “La sangre vertida es semilla que germina haciendo nacer nuevos luchadores (…) en todas las edades, donde hubo tiranos, hubo rebeldes”.




Otra de las miles y miles de mentiras 
La Editorial de El Mercurio un día antes de la masacre. Hay cosas que jamás cambian
 



La historia no se repite y el perpetuo retorno no es más que una teoría, tomada por Federico Nietzsche de estudios sobre la tragedia griega, pero los grandes temas siempre permanecen a través del tiempo. Por cierto, el Chile de 1907 no es igual al de 2016, sin embargo, hay temas que de esa época que hoy serían de gran actualidad: por ejemplo, la mezcla entre política y negocios era muy parecida en la época del parlamentarismo (1891 -1925) y el actual presidencialismo, pues los políticos de antaño eran comprados por los dueños de las grandes empresas salitreras, y hoy ocurre lo mismo con SOQUIMICH, los Bancos, las pesqueras, las eléctricas, entre otras.

Otro tema del pasado que ha recobrado actualidad es el del nacionalismo y el clasismo respecto a la acogida que el Estado chileno debe dispensar a los migrantes. En artículos anteriores me he referido al escritor Nicolás Palacios Navarro quien, a comienzos del siglo XX, fue un duro crítico de la migración latina – provenientes principalmente de Portugal, España Italia -.

Palacios sostenía, en el libro La raza chilena, que los rotos pampinos, que él admiraba, eran producto de la mezcla entre los góticos rubios españoles y las mujeres mapuches. Si bien es condenable el racismo de Palacios, ideología tomada de Arthur Gobinau, los escritos de Palacios tenían aspectos positivos, como la defensa de la chilenización del salitre, anticipando que el salitre artificial iba a terminar con el desplazamiento de la principal fuente de riqueza, y lo mismo está ocurriendo hoy con el cobre chileno, que muy pocos valientes denuncian cómo ha sido cedido al extranjero – ayer y hoy solamente nos estamos quedando con el hoyo y la basura de nuestras riquezas -.

Nicolás Palacios, que había luchado como soldado en la guerra del Pacífico, sin contar con el título de médico, decidió servir como tal en las oficinas mineras de Tarapacá, donde admiraba el valor de los rotos pampinos, convirtiéndolos en protagonistas de sus ensayos, artículos y libros.

A comienzos del siglo XX, a diferencia de hoy, existía un fuerte movimiento obrero, dotados de ideologías como el marxismo y el anarquismo que se expresaban en múltiples diarios y panfletos, leídos profusamente por los obreros de la época. El diario El Chileno pertenecía a la Iglesia Católica, pero gozaba de amplia popularidad entre los marginados de la sociedad, pues incluía una especie de novelas rosa – tipo Corín Tellado – en que casi siempre el médico terminaba enamorado de la enfermera, y como ahora las telenovelas, cada día aparecía un capítulo distinto, lo cual obligaba a sus seguidores a adquirirlo diariamente.

Este Diario fue el único que se atrevió a denunciar la Matanza de la Escuela junto artículos firmados por el doctor Nicolás Palacios, quien comienza su relato denunciando las miserables condiciones en que se encontraban los obreros salitreros: en primer lugar, eran pagados con vales, que debían ser canjeados por mercaderías, en las respectivas pulperías. Cuando el obrero cambiaba de oficina o se quedaba sin trabajo, la ficha perdía el 70% de su valor nominal; esta emisión era absurda, pues todo gobierno que se precie de serio, debe tener el monopolio de la acuñación de monedas. En ese tiempo, los billetes de banco eran todos privados y también se había terminado la convertibilidad en oro, durante el gobierno de Aníbal Pinto, antes de la guerra del Salitre.

La moneda se había devaluado en un 50% desde 1900; en ese tiempo el tipo de cambio se basaba en la Libra Esterlina, que había bajado de 18 peniques, a siete. Esta devaluación era muy favorable para los agricultores y banqueros endeudados en pesos. Los obreros solamente pedían la supresión de las fichas y vales, la libertad de comercio y un peso que se sostuviera a 18 peniques – a la huelga de Iquique, en 1907, se le llamó “la de los 18 peniques”.

Cada oficina salitrera tenía una pulpería en la cual se comerciaba todo tipo de productos; los pulperos recibían las fichas de los trabajadores y recibían las mercaderías con peso falsificado: por ejemplo, un libra de carne equivalía a media y, además, de muy mala calidad. Los patrones contrataban guardias privados, cuya misión era la de espantar a los vendedores ambulantes que pululaban por la pampa; el comprar en tiendas distintas a las de las oficinas equivalía a contrabando (Se puede ver en la película Subterra”).

Según el profesor Alejandro Venegas, las aguas que bebían en Iquique, una ciudad de 40.000 habitantes en esa época, tenían un gusto putrefacto, y la compañía que la proporcionaba pertenecía al rey del salitre, Thomas North. En Iquique pululaban tinterillos de mala muerte, jueces corruptos, banqueros inescrupulosos y gamonales como el balmacedista Arturo del Río. Los dueños de las salitreras paseaban por las calles de la ciudad en elegantes carruajes, burlándose de la miseria de los trabajadores.

Los “cachuchos”, fondos con agua hiriendo, utilizados para refinar el caliche, constituían un peligro para la vida de los trabajadores, pues cada día caía uno de ellos a estos recipientes, sin que se adoptaran medidas de seguridad, menos la existencia de un fondo de apoyo patronal para indemnizar a las viudas e hijos, salvo la solidaridad de las mancomunales. Los obreros habían solicitado una reja de protección en cada cachucho, además pedían la creación de escuelas para sus hijos en cada oficina.

Los trabajadores cansados de tanta tramitación decidieron viajar a Iquique. El intendente se encontraba en Santiago, por lo que fueron recibidos por el subrogante, Guzmán García, quien los instaló en la playa de cavancha y posteriormente en la Escuela Domingo Santa maría de Iquique, ubicada en la Plaza Manuel Montt. Según Nicolás Palacios, la conducta de los obreros fue ejemplar: se prohibió la venta de alcohol, y no se constató ningún incidente policial, incluso, además de la solidaridad de los gremios de la ciudad y de las instituciones de beneficencia, los ciudadanos regalaron cajetillas de cigarrillos “La Africana” a los huelguistas.

La estrategia de los dueños de las salitreras era bien conocida: ganar tiempo pretextando una consulta con la casa matriz de Londres, a la espera de que el gobierno central se decidiera a enviar tropas y así aniquilar a sangre y fuego el movimiento.

Al regreso del intendente, Carlos Eastman, y en compañía del general Roberto Silva Renard, que venían en el barco Centeno, fue recibido en forma apoteósica por los huelguistas y sus familiares, pues aún creían que el gobierno resolvería el conflicto a su favor, pero fueron defraudados, pues el intendente se puso al lado de los ingleses. El ministro del Interior, Rafael Sotomayor, vinculado a intereses salitreros, personaje corrupto y que no hace ningún honor a su padre – ministro en campaña en la guerra del Salitre – dio la orden de poner fin al conflicto a sangre y fuego: el 19 de diciembre de ese fatídico 1907, decretó el Estado de sitio, sin consultar al Congreso, y el sábado 21, Silva Renard ametralló a los obreros, mujeres e hijos, concentrados en la Escuela mencionada. Según distintas fuentes, los muertos se calculan entre 2.000 y 3.600. Según Nicolás Palacios, los sobrevivientes fueron conducidos a la Playa Cavancha quienes, posteriormente, fueron conducidos a la pampa y no pocos de ellos fusilados en el camino. Algunos de los líderes lograron salvar, entre ellos Luis Olea y José Santos Morales, quienes huyeron a Bolivia y, desde ese país, dieron testimonio de la masacre.

La Escuela Santa María fue un símbolo de internacionalismo respecto a nuestros países vecinos: los obreros bolivianos, peruanos y argentinos, a petición de sus respectivos cónsules, se negaron a abandonar la Escuela en medio de gritos y consignas “con los chilenos entramos, con los chilenos moriremos”.

¿Qué paso con los personajes de esta matanza?

El Presidente de la República, Pedro Montt, terminó su mediocre y desastroso gobierno, muriendo en Bremen (Alemania).

Rafael Sotomayor, tipo violento y corrupto, finalizó como acusado ante la Cámara de Diputados como ladrón en el escándalo de la Casa Granja, una oficina salitrera de la cual era heredero y albacea.

Roberto Silva Renard fue apuñalado por el anarquista Antonio Ramón y Ramón, hermano de uno de los asesinados en la Matanza de Santa María de Iquique, en las cercanías del Club Hípico; en ese atentado salvó la vida, pero murió al poco tiempo, en Viña del Mar.

El diputado Arturo Alessandri Palma, que había comprado una casa en Alameda, en Santiago – se sospechaba que había sido adquirida sobre la base de pillerías como abogado de las salitreras -, como opositor encabezó la interpelación al ministro Rafael Sotomayor, pero tarde, debido a la demagogia, se convirtió en “tribuno del pueblo” usando el nombre de “León de Tarapacá”.

Arturo del Río, un balmacedista, gamonal y senador vitalicio, fue derrotado, en 1919, por don Arturo Alessandri Palma.

Nicolás Palacios, quien escribió estos relatos, publicados en el diario católico El Chileno, murió en 1911, en la pobreza.

El 21 de diciembre de 2016, para recordar los 109 años de masacre de la Escuela Domingo Santa María de Iquique, el conjunto musical Quilapayún ofrecerá un concierto en el frontis del Cementerio 1 de Iquique, donde se encuentran los restos de niños, mujeres y obreros del salitre asesinados en 1907.

Notas

Un gran defensor del cobre Chileno es Jorge Lavanderos un valiente que merece toda mi admiración

Pedro Montt fue votado como una esperanza por parte de Alejandro Venegas y Luís Emilio Recabaren

Gobernar es defraudar

Los robos de la plutocracia parlamentaria eran iguales que los de hoy

El Presidente Riesco intento salvar un banco del que era accionista

José Pedro Alessandri era presidente del sindicato de obras publica un MOP GATE de la época

Don Arturo era el líder de la “execrable camarilla”

Ver mi artículo en la revista Polis corrupción y Poder en internet

Los Balmacedistas robaban en nombre del Presidente Mártir

Rafael Sotomayor se robó las platas del español Granja cuando sus oficinas quebraron

Para Sotomayor decía que los obreros del salitre eran una clase privilegiada

Los conservadores como católicos tenían en sus filas a obreros y empleadas domésticas los josefinos de ahí el éxito de venta del chileno



Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)

20/12/2016

09 diciembre 2016

Adviento.







En todo el mundo no hay una tradición más universal y que nos unifique e identifique tanto como la celebración de la Navidad. Su sola mención trae emociones, excitación y alegría en los niños, días de fiesta y buenos ratos, así como gratas añoranzas y la esperanza del re-encuentro con familiares o amigos de siempre.
Navidad, tiempo de reflexión, las sensaciones se mezclan, nuestros corazones se encienden, las ilusiones se despiertan. La esperanza nos abraza, los sentimientos son poderosos, la luz de la fe nos ilumina, regalando el perdón somos dichosos. Los ángeles nos envuelven con sus mantos plateados, en sus alas transportan mensajes de nuestros seres amados. Los sueños nos acarician y brota una intensa calma, las emociones se reflejan en el espejo de nuestra alma. Un niño llamado Jesús nos trae la paz y el amor, y la tibieza de su ternura borra las huellas de dolor.

Los de arriba del muro

Sin lugar a dudas, “La Divina Comedia”, de Dante Alighieri, es una obra literaria que debe ser releída una y otra vez a lo largo de nuest...